domingo, 23 de mayo de 2010

Ciudad de arena


El paisaje color café que se veía desde la ventanilla del avión fue la primera estampa que tuvimos de Marrakech. Apenas llegábamos a ese lugar que tanta curiosidad nos provocaba, por las historias que nos habían contado sobre la tierra marroquí.

De pronto nos encontrábamos en un sitio sin pies ni cabeza: callejones serpenteantes, gente hablando en todos los idiomas, calles por las que circulaban autos, motos, bicicletas y carros de caballos, y por supuesto un clima árido y un sol que dificultaba el pensamiento.


Llegar al riad fue como encontrar un oasis. Era un hostal peculiar, ubicado en una verdadera casa árabe, con puertas de madera grabada, mosaicos y palmas. Nos recibieron con té de menta y nos orientaron sobre los lugares que había para visitar.


Recorrimos el mercado, ubicado en la plaza Jemaa El Fna. Estaba impregnado de un aroma a especias. En realidad la ciudad entera tenía ese olor; lo percibíamos en las calles y en los negocios; salía de las ventanas de las casas y de los restaurantes. Debía ser alguna hierba que daba sabor a la comida tradicional, porque el cous cous y los tagines tenían ese mismo gusto.


Dentro del souk, los comerciantes son astutos, insistentes, políglotas. Pueden hacer ofertas en francés, español, inglés, portugués, italiano; si no lo saben hablar, lo inventan. Te muestran un producto, y otro, y otro; te marean, bajan el precio una y otra vez. Aceptan euros o dirhams, al fin ellos siempre salen ganando.


Por la ciudad, se vuelve visible y palpable que la gente vive su religión. Las mujeres cubren su cabeza y su rostro, los hombres se arrodillan a orar en dirección a la mezquita; el islam se hace presente. Probablemente esa convicción y ese sentido de pertenencia a una cultura, agranda la admiración de nosotros los occidentales por el extraño mundo musulmán.


¡Y qué decir de los palacios! magníficas piezas arquitectónicas dignas de un sultán, labradas con el más fino detalle: desde los azulejos en los pisos hasta los techos minuciosamente decorados, pasando por los mosaicos en los muros, las ventanas, las fuentes y los candiles.


Marruecos resultó ser una mezcla entre lo inaudito y lo familiar. Más allá de todas las diferencias, no dejaba de encontrar similitudes con México, como los contrastes entre las zonas opulentas y los barrios pobres, el paisaje pintoresco y el arraigo de las tradiciones. Sin duda algo queda en nosotros de la cultura árabe, heredada de los españoles, quizás más de lo que podríamos sospechar.

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