viernes, 19 de febrero de 2010

Un catarrito


Cuando la salud se va, se siente aún más la distancia del hogar. Se siente y se resiente, porque no están ahí los cariños de la familia: la sopita caliente de mamá o las medicinas a media noche de papá. A mis 20 años, confieso que no había pasado un catarro fuera de casa, y que, teniendo un padre doctor, en muy pocas ocasiones había tenido que asistir personalmente al centro de salud.

Todo esto viene a colación porque, a partir del día de la nevada, mi sistema inmunológico empezó a quejarse. Comencé con un ligero dolor de garganta que se convirtió en gripa y después en intensa tos que no me dejaba dormir. Pensé que abrigarme bien y tomar té con miel sería suficiente, pero cuando pasaban los días y mi garganta se sentía peor, decidí que lo mejor sería buscar asistencia médica profesional.

En la universidad de recomendaron una clínica en la que podrían atenderme, pero al llegar me negaron el servicio porque mi seguro no tenía cobertura en ese hospital. De ahí se derivó el siguiente problema: contactar al seguro, porque a pesar de que las líneas telefónicas presumen ser gratuitas, en mi celular se agotó el saldo y no logré completar la solicitud de atención médica.

Fue hasta que Benjamín llegó a casa, cuando pude llamar a mis padres, y con la voz entrecortada les pedí que contactaran a la oficina de seguros en México. Minutos después recibía indicaciones vía telefónica, directamente del seguro, para dirigirme a un centro médico cercano a mi domicilio.

Me atendieron enseguida: revisión general, pulso, temperatura, respiración, placas del tórax, prescripción del tratamiento. ¡Listo! “Es un catarrito”, dijo el doctor, pero me hará batallar por al menos una semana más. Para mi sorpresa, el jarabe está siendo más efectivo de lo que creí, y los síntomas van disminuyendo paulatinamente, mientras el clima de San Sebastián se pone más agradable para apoyar mi recuperación.

Lo siento, pero ni los virus ni los gérmenes van a poder contra mis ganas de pasear por Europa: ¡el fin de semana nos vamos a Bilbao!

jueves, 11 de febrero de 2010

El piso se cubre de blanco


Ya no se me hace extraño sentir el ambiente frío al salirme de entre las cobijas. No es raro, ciertamente, porque nos encontramos más cerca del polo. Pero vaya que fue una sorpresa levantarnos por la mañana y descubrir que caían copos de nieve. Sí señores, copos delicados de linda y blanca nievecita. Primero sólo unos cuantos se arremolinaban en las aceras y balcones, luego empezaron a caer a borbotones formando blancas cortinas translúcidas.

Es la primera vez que veo una nevada de verdad. Lo decía el pronóstico del clima, pero ninguno de nosotros se lo había tomado en serio. Lo peor era saber que teníamos que ir a la escuela, pero lo mejor fue ver los árboles, los jardines, los carros, los paraguas de la gente luciendo la escarcha, como crema batida sobre una taza de café.

El frío estaba tremendo. Las pantallas decían que estábamos a 1 grado de temperatura, y aunque mi cuerpo estaba reclamando llegar pronto a un refugio, mis ojos se regocijaban en esas escenas de ciudad nevada, que ni me había imaginado tener la oportunidad de disfrutar.

Por lo pronto se nos arruinaron los planes de pasear por Tolosa para el carnaval, pero sigo sonriendo por ese lindo regalo invernal, y por pensar en las fiestas regionales que nos tocarán todo el fin de semana.

domingo, 7 de febrero de 2010

Tan lejos de casa, todos los latinos somos hermanos


Si eres del otro lado del atlántico, entonces eres del clan. No importa si eres mexicano, chileno, hondureño, uruguayo, nos une un mismo sentimiento de tener nuestra tierra lejos, nuestros sabores, nuestros sonidos, nuestros bailes. Aquí los mexicanos extrañamos el chile ( el “ají” como dicen los chilenos), extrañamos que la comida se exceda en condimentos, extrañamos los limones verdes, las tortillas, los frijolitos en el desayuno.

Ayer encontramos la tiendita “La Catracha”, una sucursal de latinoamérica en pleno territorio español, un rinconcito donde se honra al maíz y al tomatillo, donde sí conocen el tamal y el totopo, la salsa Valentina, la Maseca y las paletas de mango con chile.

“La Catracha” es un oasis en el paraíso europeo, que nos ayuda a extrañar menos, y nos invita a probar las dotes de cocineros para compartir con otros el gusto de nuestros países. Aquí sí se encuentran los ingredientes, pero lo más importante, aquí se siente el verdadero sabor latino.

viernes, 5 de febrero de 2010

El mejor recibimiento


Nunca había visto el amanecer a cientos de metros sobre el Atlántico. Mi horario biológico no lograba entender por qué veía los rayos del sol, si mi reloj apenas marcaba las dos y media. Tal vez inconscientemente por eso no pude dormir en todo el vuelo, porque quería ver el inicio del día en que mi vida cambiaría. Ese amanecer fue la primera señal de que me aguardaba un universo de sorpresas.

Apenas llegué del aeropuerto de Madrid, Ana ya me estaba esperando. Cruzamos un laberinto de escaleras eléctricas y bandas de metal, cargando el equipaje y topándonos con gente diferente: más blanca, más alta, más seria. Tomamos el metro para llegar a la estación de tren, y al subir al vagón, nos encaminamos finalmente a nuestro objetivo: San Sebastián. Hasta entonces logré conciliar el sueño.

Llegamos de noche, el frío me cortaba las manos y la cara. Tocamos el timbre y esperamos. Me invadía la emoción de conocer a mis compañeros, y de recorrer la casa en la que pasaría los próximos 6 meses. El salón, los ventanales, la decoración, todo superó mis expectativas. Y mis nuevos vecinos nos recibieron con un abrazo y una gran sonrisa. Dejamos nuestras cosas y fuimos a comprar pizza. Fue la primera cena que tuvimos juntos.

Al día siguiente nos levantamos temprano para ir a la universidad. Debíamos llevar abrigos y bufandas para soportar las bajas temperaturas. Íbamos vestidos acordes al resto de los transeúntes. Tomamos la calle paralela al río, y entramos a la escuela para encontramos con los otros estudiantes de intercambio o “erasmus”, como nos dicen aquí.

Los siguientes días nos dedicamos a reconocer la ciudad, con todo el encanto de sus edificios, sus calles perfectamente adaptadas al paso de los peatones y las bicicletas, su playa, su río, su aire frío. Al mismo tiempo nos vamos adaptando a la convivencia dentro de la casa, a compartir los espacios y los deberes, a conocernos mejor.

Por supuesto que se extraña todo aquello que dejamos atrás. Pero se recuerda con alegría, como un mundo que estará ahí, esperando nuestro regreso, y que ahora abre paso a la experiencia que nos hará madurar y ampliar nuestros sentidos. Guadalajara llueve y llora, pero llora de alegría por nosotros, que empezamos con el pie derecho nuestra vida en San Sebastián.