lunes, 19 de abril de 2010

Donostia primaveral


La primavera se contonea alegremente por San Sebastián. Apenas la temperatura subió unos grados, los arbolitos enfilados a lo largo del Río Urumea se llenaron de hojas frescas, los jardines del Alderdi Eder y del Teatro María Cristina fueron engalanados con montones de tulipanes y otras flores de colores, y el parque que cruzamos todos los días para ir a clases está más verde y lindo que nunca.

Durante el día, la ciudad entera se llena de vida, se siente alegre y cálida. Las cafeterías y restaurantes sacan sus mesas para ofrecer bocadillos al aire libre. La gente pasea por las calles; los padres llevan a sus bebitos en carriolas elegantes, como de costumbre, pero ahora colocan una coqueta sombrilla para protegerlos de los rayos del sol.

La playa se colma de cuerpecitos tirados en la arena, de chicos jugando a la pelota en La Concha, o de surfistas vestidos con sus trajes de neopreno en la Zurriola. Algunos veleros se aventuran a navegar en torno a la isla de Santa Clara.

De noche, el puerto es escenario de la fiesta nocturna del “botellón”, donde todo aquel que desea participar no tiene más que llevar consigo una buena botella de licor, cualquiera que sea: cerveza, sangría, tinto de verano o “calimotxo” elaborado con vino Don Simón. La velada se acompaña de una hermosa vista de la ciudad reflejada en las aguas del Cantábrico.

Supongo que hace falta pasar un año entero en San Sebastián para entender sus múltiples facetas… lo que significa que tendré que regresar en otra ocasión ;)

jueves, 15 de abril de 2010

¡Bicicleta!

A partir de ayer, al entrar a nuestro piso nos recibe una nueva acompañante: una bicicleta. No puedo ocultar que me lleno de alegría al escribir sobre ella. Karol nos prestó una bici. Aunque estaba correteada, desgastada y sin frenos, Ana y yo nos mostramos dispuestas a hacer los arreglitos necesarios para dejarla utilizable, por lo menos durante los meses que nos restan en Donostia.

No es la bici más cómoda que he montado: es de "carretera", según dijo el técnico. Yo nomás conocía las BMX, las de ciudad, las de montaña y las de carreras. Pero con todo y su manubrio raro, ya me permitió estrenar el bidegorri y cruzarme con los tantos y tantas ciclistas donostiarras, de todas las edades y estilos.

Me acordé de la Vía RecreActiva en los domingos familiares, y de los paseos nocturnos en Guadalajara. Me dio nostalgia, y me dieron más ganas de seguir paseando. Quiero pedalear por la Zurriola, el Paseo de la Concha, la playa de Ondarreta y llegar hasta el Peine del Viento. Después de eso, quién sabe a dónde nos lleve la Costa Cantábrica.


Me tardé en conseguirla, pero ahora que la bicicleta ya está aquí, definitivamente vamos a tener que sacarle provecho. Esas rueditas recién ajustadas apenas se están desperezando...

sábado, 10 de abril de 2010

Costa Azul (parte 2)


La carretera que nos llevó a Italia me pareció fascinante: era una vía en las alturas, desde donde se contemplaban los pequeños pueblos costeros, con sus puertos y sus pintorescas casitas. Nuestro combustible se terminaba, así que los del Fiesta decidimos desviarnos hacia uno de los poblados: Bordighera. Fue la primera vez que nos comunicamos con italianos para localizar una estación de servicio. Cargamos el tanque y retomamos la autopista, sin olvidar unas cuantas fotografías para el recuerdo. Más adelante en la ruta nos desviamos nuevamente –ahora por puro gusto- en el pueblo de Andora. El frío arreciaba, entonces nos detuvimos en la cafetería “Los Amigos” para tomar un rico capuccino caliente.




Llegamos a Génova cerca de las 6 de la tarde. Nos recibió la imagen de una gran ciudad industrializada: cortinas de metal, maquinaria pesada y grúas que obstruían la vista a la playa. Calles serpenteantes nos llevaban sin rumbo aparente, hasta que una amable señora a bordo de su camioneta, se ofreció a guiarnos hacia el hostal. Mientras tanto, los demás tripulantes habían recogido a Aranza de la estación de autobuses, y con un miembro más, turisteaban por el centro. Pronto regresaron al hostal a reunirse con nosotros, y juntos salimos a ver la ciudad a obscuras. Tomamos algunas cervezas y disfrutamos de la noche entre risas, bailes y charlas internacionales.


Nos costó levantarnos el domingo, pero nos esperaba la hermosa ciudad de Turín. Llovía y hacía más frío de lo esperado. Al llegar al centro, nos abrigamos bien y quisimos conseguir un mapa, pero la máquina expendedora se robó nuestro medio euro. Guiados por la intuición, caminamos por la Vía Po; pasamos por el Museo de la Mole, vimos el río y los bellos puentes, probamos los “gelatos” y compré un libro en un puesto callejero. Al atardecer nos dirigimos al hostal, ubicado a las afueras. Nos pesaba el cansancio después de tantos días de intenso viaje, y renegamos aún más cuando encontramos carreteras bloqueadas que nos hicieron dar varios rodeos para poder llegar. Al final pudimos descansar un poco en las habitaciones, sólo para esperar la hora de salida del autobús de Aranza. La llevamos a la estación, cenamos, y nos fuimos a dormir. Ana estuvo feliz de que su hermana hubiese podido acompañarnos, aunque fuera un par de días.


El lunes visitamos el centro de entrenamiento de la Juventus. Estaba cerrado, pero tomamos fotos desde afuera. Turín se despedía de nosotros con un lindo sol y la vista de los Pirineos nevados en el horizonte. Tomamos la carretera a Lyon, pero como se hizo costumbre, los viajeros del Fiesta tomamos algunas desviaciones para conocer los pueblitos que encontrábamos en el camino.


La primera parada la hicimos en Carrefour, donde nos surtimos de víveres y donde finalmente encontré el famosos Ratatouille, un platillo originario de Niza que se me había estado escondiendo. Ya con provisiones, fuimos a caer en un poblado para esquiadores, cuyas calles estaban adornadas con nieve acumulada (probablemente del día anterior); después estuvimos al borde de un lago con casitas como de cuento, y más adelante seguimos el cauce de un río junto a la carretera federal. Fue quizás un largo trayecto, pero sin duda el más divertido. El estéreo tocaba a Andrés Calamaro y a Fito Páez, y yo coincidía en que “me gusta estar al lado del camino”.


Cuando llegamos a Lyon, la oficina de Turismo había cerrado. Nos dirigimos al hostal, donde nos recibió un simpático gato y su orgullosa dueña, que nos entregó las llaves de la habitación y nos proporcionó un mapa. Luego tomamos el metro y el funicular, y llegamos a la parte más alta de la ciudad, donde se ubica la “Basilique Notre Dame de Fourvière”. Tuvimos una majestuosa vista nocturna de la metrópoli, fotografiamos la catedral y la réplica de la Torre Eiffel, y bajamos caminando por unas escaleritas interminables (456 escalones, según Tay). Pasamos por el Museo de Bellas Artes, el teatro de la Ópera, la plaza roja y cruzamos los dos ríos que atraviesan Lyon.

Por la noche, salimos todos juntos a brindar por el término de nuestro viaje. Al día siguiente emprenderíamos el regreso a San Sebastián, para dar fin a la travesía de Semana Santa. Tomamos unas cervezas y compartimos lo que una y otra tripulación vivimos por separado, y también recordamos los momentos relevantes que pasamos en conjunto. Aunque estábamos agotados, fue una buena manera de despedir el paseo.


El martes nos esperaba un largo recorrido: más de 800 kilómetros, según el GPS. Ambos automóviles nos mantuvimos juntos lo más posible, e hicimos una escala en la ciudad amurallada de Carcassonne. Un castillo medieval era el punto de encuentro para los visitantes, y al interior, había una serie de callejuelas repletas de tiendas y cafés.


El resto del viaje lo pasamos tranquilo, entre canciones y charlas de carretera, haciendo lo posible por mantenernos despiertos y darle apoyo moral al conductor. Llegamos a Donostia cerca de las 12 de la noche, exhaustos pero satisfechos por el exitoso viaje, y esperando una nueva oportunidad para tomar la autovía hacia un destino distinto.

jueves, 8 de abril de 2010

Costa Azul (parte 1)


Federico conducía el Fiesta rojo, con Karol y Chuy a bordo. Jorge manejaba el Kia Ceed plateado, con Ana y Tay y yo. Los siete nos disponíamos a recorrer las carreteras de la Costa Azul, al sur de Francia, sin imaginarnos lo espléndido que sería nuestro viaje, con las maravillosas vistas y los impredecibles días de sol y de lluvia que nos acompañarían alternadamente. La Semana Santa apenas estaba comenzando.


El primer punto fue Nimes, una ciudad pequeña que serviría como escala para el resto viaje. Viajamos en la noche del miércoles para llegar a dormir a un hotelito, donde Ana, Tay y yo compartimos una linda habitación rosada. Lo poco que pudimos ver de Nimes fue el jueves temprano, cuando salimos en los autos rumbo a la autopista, no sin antes fotografiar su catedral gótica y el anfiteatro. Brillaba el sol y soplaba el viento con muchas ganas.


Ese jueves santo era el más ambicioso: queríamos conocer Marsella, Saint Tropez y llegar a dormir a Cannes. Llegamos a Marsella con un par de horas de retraso respecto al plan inicial, pero nada impidió que disfrutáramos su puerto, las increíbles vistas desde la iglesia en lo alto del monte, y ese azul profundo del Mar Mediterráneo. Cuando dejamos Marsella, la alineación de la tripulación cambió: Chuy y yo intercambiamos lugares, así que en lo sucesivo, mis compañeros de nave fueron Karol y Federico.

Cuando obscurecía, llegamos al opulento puerto de Saint Tropez. Los yates de lujo y los carros último modelo invadían los alrededores, además de restaurantes caros. No pasó mucho tiempo cuando nos entró la prisa por llegar al próximo destino, así que pronto emprendimos el camino a Cannes.


La mañana del viernes empezamos con un café McDonalds. Dejamos el hotel y nos dirigimos al centro de Cannes, donde quedé maravillada. Qué lugar más glamoroso, con esas amplias playas, las filas de palmeras, los grandes hoteles, y el “Palais des Festivals et des Comgrés”, sede del afamado Festival de Cine de la ciudad. Los valientes probaron las aguas mediterráneas, pero las chicas preferimos sólo mirar sentadas en la arena. Nos fotografiamos en una cascada con aguas del canal del Vesubio, en lo alto del monte, desde donde veíamos el imponente océano.




Después viajamos a Niza. Durante el trayecto tuvimos el mar a un lado, e hicimos una parada para verlo de cerquita. Al llegar, nos registramos en el hostal y luego tomamos el tranvía para llegar al centro. En una larga caminata recorrimos la plaza central, el Palacio de Justicia, el puerto, el Museo de Arte Contemporáneo y el Polideportivo. Nos perdimos un buen rato tratando de volver al hostal, pero Tay, Ana y yo teníamos un buen panqué y una cajita de leche para amenizar el momento. Finalmente, Karol y Federico, que se nos habían adelantado, nos encontraron en uno de los carros y pudimos regresar.


El sábado desayunamos en el hostal. Tras unas rebanadas de pan con mermelada, jugo y cereal, estuvimos listos para continuar el paseo. Estaba nublado y lloviznaba un poco. Pasamos por la Catedral Rusa para tomar algunas fotos, y enseguida tomamos la carretera hacia Mónaco. El segundo país más pequeño del mundo después del Vaticano.

En el camino, las dos tripulaciones nos apartamos, así que conocimos Monte Carlo por separado. El Casino nos deslumbró con sus jardines a desnivel llenos de tulipanes, con Lamborghinis y Porches estacionados alrededor. La ruta de Fórmula Uno que cruza la ciudad nos permitió acelerar un poco para experimentar la adrenalina de la velocidad. Caminamos por el Palacio del Príncipe y por el Instituto Oceanográfico, deteniéndonos en las tiendas de souvenirs y disfrutando de la espectacular vista. Compramos unas hamburguesas para el camino y nos dirigimos a Génova.